Darío Aguilar
Darío Aguilar
Volver siempre… como las olas
La vida es mi arte…
(Protección frente a la muerte)
Así sin autorización vivo.
Jack Kerouac, Poemas dispersos
Sabía desde muy chico que iba a ser pintor, lo escribió en un cuaderno de segundo grado de la escuela primaria, pero, lo más importante, es que Darío Aguilar, sobre todo lo dibujó. Desde entonces, con perseverancia, sus acciones se encaminaron hacia allí, pero él insiste que una, muy en particular, fue decisiva para alcanzar ese destino: su encuentro con Ignacio Gerry. Este artista vagabundo, que había frecuentado los talleres de Spilimbergo y de Victorica, que tenía trato habitual con Cogorno, le dio clases en su casa durante dos años. Aquellas lecciones tomadas en la adolescencia fueron más que aprender a dibujar manos y pies, destrezas que las escuelas de bellas artes a veces obvian tildándolas de académicas, sino que, precisamente en ese detenimiento sobre los secretos del oficio le legó amor por los gajes que hacen a la preparación, práctica y credo de un pintor.
Desde hace años Aguilar viene buscando, rescatando y homenajeando la figura y la obra de su maestro, y en esta ocasión vuelve a convocarlo, compartiendo esta exhibición, y encontrando en su evocación la excusa perfecta para despuntar el placer de la pintura, el gozo –no exento de dudas y zozobras– de hacer aquello que desde su infancia sabe que es lo que más le gusta.
Vuelve antes de que el sol disipe la niebla, se propone recorrer esa zona de preclaras incertezas, en las que la luz no alcanza a levantar del todo el velo del misterio, a delinear con contrastes definidos los perfiles de una existencia, sino solo vislumbrarla con la arbitrariedad poética de los recuerdos. ¿Dónde mejor que en la memoria, podría habitar la figura venerada? ¿Dónde mejor que en las sensaciones, podría volver a hallarse el reconocimiento de una marca biográfica, de un hito considerado crucial?
Aguilar transcribe en sus pinturas –que, desde hace unos años, hacen caso al clasicismo transmitido por Gerry en la opción técnica para realizarlas del temple sobre yeso–, esas memorias y sensaciones, transformándolas en percepciones convencido de que un gesto artístico es la mejor manera de resituar un olvido injusto, o, en todo caso, que es de naturaleza tan arbitraria como su recuperación. A menos que una necesidad perentoria de trazar una constelación de relaciones creativas y de afinidades espirituales, se imponga, para encontrar en ella el propio lugar. Una manera de contener la caducidad en una suerte de empática preservación, que anticipa los propios desvanecimientos al reescribir una y otra vez el linaje al que se pertenece, encontrando sitio en el árbol genealógico de una familia electiva de admirados vínculos artísticos.
Entre naufragios hermosos, obras olvidadas o perdidas, desapariciones y apariciones, mareas, cartas, objetos, afectos, emerge Mar de obras extraviadas, ese Mar de lava en que la pintura no hallada del maestro encuentra su atmósfera, su luz, su aire, su fluencia, su pasión, respira sentido y clama su existencia, valiéndose del mural pintado por Aguilar para reconquistar en este momentáneo y romántico infinito, ese universo que, como escribe Kerouac es “…un montón de olas y un deseo anhelante”.[1]
Adriana Lauria
diciembre de 2020
[1] Jack Kerouac, “Lucien medianoche”, en Poemas dispersos, Madrid: Visor, 2001, p. 4 (Colección Visor de poesía. vol. 112; edición original The Estate of Jack Kerouac, 1971)